EL CAMPO DE TIERRA

“Lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol” Albert Camus. 

Hay lugares que se quedan con nosotros para siempre y otros que permanecen solo un instante en la memoria. Anhelamos unos pero vivimos enredados en otros. 

Mi colegio es de los primeros. Tiene espacios con historia, árboles como en un Jardín Botánico, aves como para inspirar una “Guía de Pájaros” y un campo de fútbol de tierra, instalado, como las encinas, siempre en el mismo lugar, sobreponiéndose al paso del tiempo. 

Campo de juegos escolares durante del día y campo de fútbol cada tarde. Repleto de vida, de emociones, de alegrías, de partidos, de goles a favor y en contra.
Nuestra infancia, la de varias generaciones de alumnos, se desarrolló también ahí; a cambio de dejar pedazos de piel y alguna que otra neurona después de cabecear aquellos balones duros como el hormigón.

Y todo porque este colegio, aparte de un título académico, facilitó la práctica de este deporte que nos enseñó, además, a convivir fuera del aula, a divertirnos con los amigos de siempre, a eliminar tensiones… y todo eso lleva a la amistad que va fraguándose con cada entrenamiento, en cada partido, tras cada Olimpiada, un afecto entrañable capaz hacernos de sentir casi como hermanos. 
Años 80 equipo Amorós. De izquierda a derecha de pie: Julio Criado, 
Álvaro Navarro, Dudu, Castro, Bonilla.
Agachados de izquierda a derecha: Alberto Olmedo, Andrés Cubino,
 David Carrasco, Mario Correcher, Lucio y Barroso. 
Hoy puedo decir con orgullo que mis mejores amigos los hice jugando al fútbol en mi colegio, en un campo de tierra, donde juntos aprendimos a ganar y a perder, a confiar en los otros, a apoyarnos en los momentos de debilidad. Aprendimos lo que es el equipo, el esfuerzo, la solidaridad y la disciplina. Todo lo que hace humilde a la victoria y digna a la derrota.

En estos días, en los que el ansiado campo de hierba toma el testigo del viejo campo de tierra, quiero dedicarle estas palabras de gratitud sincera, en mi nombre y en el de tantas generaciones que vivimos el deporte entre sus líneas de cal que marcaban el barrizal en invierno y el secarral en verano.

Allí compartimos un mismo sentimiento y ni el frío ni la lluvia ni el sol borraban el gesto de felicidad con el que saltábamos al campo de fútbol de tierra, al lugar que nos hacía jugadores del Amorós, como lo atestiguan las cicatrices que aún calzamos en las rodillas.

Alberto Olmedo.
Orientador de Secundaria-Bachillerato y antiguo alumno del colegio Amorós.






Entradas populares