TREINTA Y CINCO AÑOS NO SON NADA (O QUIZÁS SÍ…)

Treinta y cinco años pueden pasar rápidos como un suspiro, o al menos en ocasiones eso llega a parecernos…


Seguro que esa sensación, referida a un periodo de tiempo prolongado, la hemos experimentado muchos de nosotros cuando en algún momento de nuestras vidas, al echar la vista hacia atrás, hemos rememorado acontecimientos aparentemente perdidos en la lejanía de nuestra historia personal y que, sin embargo, al evocarlos aún mantienen una viveza e intensidad tales que nos parece como si de hechos recientes se trataran.
En mi caso particular esos treinta y cinco años atrás son la referencia que marca un hito fundamental de mi vida, al ser el momento en el que, allá por el otoño de 1983, iniciaba mi andadura como alumno de preescolar en el colegio Amorós. Y a buen seguro que ese hecho señalado también suponga el punto de partida de mi conciencia como niño, constituyendo el instante desde el cual empecé a archivar en mi memoria los primeros de todos los recuerdos que me han acompañado hasta nuestros días.

Libros de escolaridad de Eduardo Esteban – años 1985 y 1993
Al recuperar vivencias de aquella etapa inicial de mi vida, sin duda hay tres escenarios principales en los cuales se enmarcan todas ellas: familia, colegio y barrio. Estos referentes de mis primeras experiencias vitales habían trenzado ya por aquel entonces unos sólidos vínculos entre sí, pues yo era el menor de cuatro hijos de una humilde familia de clase trabajadora que, allá por los años sesenta, había echado raíces en Carabanchel Alto, habiendo cursado previamente mis tres hermanos mayores sus estudios en Amorós. Quizás por este motivo, ya desde un primer momento el colegio se presentó ante mí como una figura que trascendía la mera faceta educativa, sintiéndolo más bien como una segunda casa en permanente simbiosis con el núcleo familiar en el que crecí.

En este sentido, múltiples son los ejemplos de colaboración mutua y las experiencias en común familia - colegio que me vienen a la cabeza de aquellos tiempos: uno de ellos, los cursillos de ajedrez y aeromodelismo que, impulsados desde la vocalía de cultura de la APA, impartía mi padre como actividad extraescolar; tampoco podría dejar de mencionar las convivencias familiares en la localidad abulense de La Parra, a las que mis progenitores podían asistir gracias a la facilidad que el colegio les ofrecía para llevarse a mi hermano Fernando, aún pequeño para separarse de ellos, y cuyo espíritu inquieto se entretenía con los animales y la naturaleza bajo el cuidado de la familia que regentaba la casa, ajeno a los avatares espirituales que simultáneamente tenían lugar entre los muros de aquella residencia; y cómo no citar también la correspondencia postal que, de manera regular, mis padres mantenían con marianistas que, después de su etapa en el colegio, dirigieron sus vidas hacia nuevos destinos, algunos de ellos próximos como el Padre Osborne en su traslado al colegio Nuestra Señora del Pilar de Madrid, y otros mucho más lejanos y exóticos, como es el caso del Padre Albino y su misión por tierras brasileñas.

Jugando a la naranja con un “compi”
 en las fiestas del colegio – mayo de 1991 
Numerosas serían las vivencias personales que podría relatar de aquellos años de infancia y adolescencia, en los cuales familia y colegio fueron configurando de manera conjunta y progresiva gran parte de lo que, posteriormente en la edad adulta, haya llegado a ser, tanto en el plano más estrictamente académico y/o profesional como en el más ampliamente humano. Y es que, durante aquel periodo, gran parte de nuestras vidas giraba alrededor de los diferentes focos de desarrollo que el colegio ofrecía de manera abierta, no sólo a las familias directamente vinculadas con él, sino a todo el ámbito del barrio, en el cual Amorós se erigía como un referente fundamental, celebrando por aquel entonces sus cincuenta años de historia.

Gracias a ello, niños y jóvenes del propio colegio, así como otros procedentes de diferentes centros existentes en la zona, nos conocíamos y establecíamos lazos humanos a través de las diferentes actividades que se desarrollaban en torno a Amorós: el catecumenado de la parroquia y del colegio; los grupos de scouts; las fiestas de fin de curso en mayo, que por aquel entonces abarcaban desde el viernes al domingo; las actividades teatrales, el cine y la discoteca los fines de semana; los campamentos y la piscina en verano; etc.

Y así, casi sin darnos cuenta, íbamos creciendo física y espiritualmente, marcados con el sello indeleble que en cada uno de nosotros fueron dejando todas aquellas experiencias compartidas y el espíritu comunitario que subyacía a todas ellas. Un sello definido por una serie de valores humanos que, una vez abandonado el colegio, permiten identificar en el conjunto de nuestra sociedad a aquellos que nos formamos al abrigo de esta gran institución.
Clase de 3º BUP letra B con la profesora Mari Carmen Calderón – mayo de 1996

De esta manera, después de catorce años, en el año 1997 finalicé mis estudios preuniversitarios y, a pesar de mantener ciertos vínculos con el colegio durante los años inmediatamente posteriores y de no haberme alejado del ámbito del barrio en ningún momento, irremediablemente mi vida fue distanciándose de aquel faro de referencia esencial que Amorós había sido durante tanto tiempo para mí, quedando todas aquellas maravillosas vivencias como recuerdos inolvidables, pero cada vez más lejanos.

Sin embargo, a pesar del periodo de letargo que los años universitarios y de introducción al mundo laboral supusieron en mi relación con el colegio, el destino nos tenía deparada una segunda etapa en la que íbamos a volver a encontrarnos, esta vez con un rol muy diferente en mi caso: el de padre de dos alumnos, Raúl y Pablo. Así fue como en el año 2013, en los inicios del proyecto familiar que mi esposa Rebeca y yo habíamos empezado a construir, llegó el momento de buscar una guardería para Raúl, el mayor de nuestros dos hijos, y ninguno de los dos tuvimos grandes dudas a la hora de elegir en cuanto conocimos la escuela infantil que Amorós había puesto en funcionamiento pocos años atrás, de la cual yo no había tenido noticias hasta entonces.

En ese instante, al volver a tener un contacto cercano con el colegio después de más de quince años, surgió en mí una primera sensación de que muchas cosas habían cambiado en él y me pareció, en contra de lo afirmado al inicio de este escrito, que los años transcurridos desde mi salida sí que habían sido muchos…

Sobre todo se notaba que, durante ese periodo, el colegio había trabajado de manera muy notable para seguir disponiendo de unas excelentes instalaciones, cada vez de mayor calidad: el palacio Larrinaga había sido remozado completamente en su interior, dotándolo de un aspecto mucho más acogedor, pero sin perder su encanto de edificio histórico; las instalaciones deportivas se habían modernizado y reorganizado, destacando especialmente la construcción del polideportivo con piscina cubierta, que en nuestros años ni siquiera habríamos podido imaginar; y qué decir de la completa pavimentación de todas las zonas del colegio, sin la cual en mi época de alumno los días de lluvia y barro constituía una verdadera hazaña alcanzar los actuales pabellones de primaria, por aquel entonces de EGB, desde la puerta de Joaquín Turina, antaño General Tabanera.
Raúl y Pablo Esteban visitan sus futuros pasillos de ESO y Bachillerato

Después de esa primera impresión, durante estos años posteriores a mi reencuentro con el colegio también he ido comprobando la enorme evolución que se ha desarrollado en otros aspectos del centro, más allá del plano meramente constructivo: las aulas se han adaptado a grupos más reducidos, con clases de veintitantos alumnos frente a los cuarenta que éramos en mis tiempos; la tecnología ha cobrado gran relevancia en la labor educativa, con presencia de elementos como tablets y un taller de robótica, entre otros; las actividades extraescolares se han diversificado de manera extraordinaria, de modo que los alumnos pueden aprender desde tocar el violín hasta idiomas como el alemán o deportes como la esgrima; e incluso se hacen viajes de esquí, visitas a granjas en las que los niños duermen fuera de casa e intercambios lingüísticos en el extranjero.

Sí, sin duda el tiempo transcurrido desde mi etapa como alumno ha sido mucho más que un suspiro. Y no deja de ser lógico que la transformación del colegio haya sido tan grande pues, al fin y al cabo, todo aquello que lo rodea también ha cambiado mucho desde aquellos días.

El barrio, por ejemplo, no deja de ser un claro ejemplo de esa notable metamorfosis: así tenemos el PAU, mediante el cual Carabanchel ha crecido hacia zonas que hace no tanto eran vastos campos de labranza, adquiriendo un aspecto mucho más moderno; y la línea 11 de Metro, que ha supuesto la culminación material de una demanda que los vecinos reclamábamos desde largo tiempo atrás para poder estar realmente conectados con el resto de la capital; o la desaparición de la cárcel, icono de nuestro barrio durante décadas, con las connotaciones y los tópicos de todo tipo que esto suponía…

Y, sin miedo a equivocarme, me atrevería a afirmar que las familias que viven en el barrio, en consonancia con el resto de nuestra sociedad, también han cambiado bastante en estos treinta y cinco años, al menos en su estilo de vida, cada vez más frenético y acelerado. Sin pretender generalizar, seguro que a casi cualquiera que esté leyendo este relato no le resultará ajena la enrevesada logística familiar del día a día, condicionada por la escasez de tiempo y por el estrés, necesaria en estos tiempos para poder conciliar trabajo e hijos sin naufragar en ninguna de esas dos áreas. Afortunadamente, en este aspecto el colegio también ha sabido adaptarse a las nuevas necesidades, ofreciéndonos a las familias facilidades, como los horarios ampliados, para ayudarnos a alcanzar dicho objetivo con éxito.
Sin embargo, en contraste con la acentuada evolución formal que tanto el colegio como su entorno han experimentado en todo este tiempo, resulta notorio que los rasgos identificativos esenciales que han configurado el carácter particular de Amorós a lo largo de su historia permanecen invariantes, e incluso más consolidados que nunca. Así, en pequeños detalles como las reuniones de jóvenes que, al igual que en mi época de alumno, siguen teniendo lugar los viernes por la tarde frente al edificio de Bachillerato, o como los talleres donde padres y madres podemos participar con frecuencia en las actividades escolares de nuestros hijos, se confirma que la cercanía a las familias y la apertura hacia el entorno del barrio siguen constituyendo unas de las vitaminas fundamentales que alimentan el espíritu de nuestro colegio, para el cual los setenta y cinco años que ahora cumple pueden parecer mucho tiempo y, sin embargo, para sus valores esenciales no han sido más que un abrir y cerrar de ojos…
Papá, qué edificio tan bonito…

 En fin, después de esta dilatada reflexión, la principal conclusión que puedo extraer de ella es que me siento muy privilegiado por haber sido alumno de esta gran casa que es el colegio Amorós. Un segundo hogar en el cual se me dio la oportunidad de crecer en libertad y plenitud; de hacerme responsable y saber apreciar la importancia del esfuerzo personal y del trabajo colectivo; y de aprender valores tan importantes como la justicia, la solidaridad y el respeto.

Y aun más afortunado me siento de poder vivir este 75º aniversario del colegio en mi segunda etapa como padre, disfrutando de que mis dos hijos también puedan, tres décadas después, levantarse cada día con la misma felicidad que yo sentía por el hecho de saber que, al salir de mi hogar familiar cada mañana, me esperaba el calor y el afecto de esa otra gran familia que era y sigue siendo Amorós.

Al fin y al cabo, uno tiene la certeza absoluta de que los suyos están en las mejores manos al saber que, treinta y cinco años después, maestros como el Padre González Paz (para mí el entrañable Padre Antonio de toda la vida) siguen transmitiendo a tus “peques” los mismos valores y enseñanzas que un servidor recibió de él, y haciéndoles sentirse esos “cagurrios” y “micurrios” tan especiales que uno mismo fue en su niñez.

Quién sabe si ellos también vivirán algo parecido a todo esto cuando, dentro de otros veinticinco años, celebren el gran centenario de nuestro cole

Eduardo Esteban de Lama
Antiguo alumno del colegio (1983-1997)
y actual padre de alumnos (desde 2013)

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