PASEOS CON QUINTÍN NORIEGA

IV. Conjeturas de ese que veo a veces. 
Tranco Primero.
Entré por Joaquín Turina y el sol precario de enero escalaba por el hombro del edificio. Vi una silueta oscura recortándose en la torre del Este y supe que era él, ese que veo a veces. Abrió una ventana y me hizo un gesto con la mano. Entendí que quería hablar conmigo y subí apresurado las escaleras. Nunca ha dejado de sorprenderme.
- Buenos días  - dije sin resuello apoyado en la puerta de la torre.
- Entre y cierre, por favor. Llega mucho ruido del laboratorio de Ciencias.
         Nunca le había visto de esa guisa. Llevaba una sotana bastante rozada por las bocamangas y los zapatos, extraordinariamente limpios, estaban cuarteados a la altura de los juanetes.
- ¿Le sorprende? –me preguntó señalándose la indumentaria.
- Pues sí. Está usted entre el dómine Cabra de Quevedo y el retrato de Falla de aquellos billetes de 100 pesetas.
- Recuerde que es usted el que me ve así. O como fuere.
         Asentí. El que veo a veces miraba la ciudad desde aquel apostadero; se apreciaban  perfectamente las Cuatro Torres y la plaza de España; al fondo la sierra. Y la amenaza turbia del dióxido de nitrógeno.
-¿Se imagina cómo sería mirar desde aquí en el año 43, en un día despejado?–me dijo.
- Ya sabe que me cuesta imaginar. Aunque para eso está usted. Para que yo imagine.
- Entonces le pediré hoy un esfuerzo extraordinario. Póngase en  el siglo XVIII.
- ¿Me va a contar lo  del conde de Campo Alange? ¿De 1786, de cuando él junta tierras para formar esta finca? Me lo sé.
-No corra tanto. Le voy a hablar de coincidencias, Quintín.
         Sacó un papel con muchos dobleces del bolsillo de la sotana y lo desplegó ante sus redondas gafas de concha.
- Hablemos de Goya. Que pudo haber estado aquí.
- ¿En Carabanchel Alto? –casi grité - ¿Tiene algún dato?
- Claro. En 1777, Ramón Bayeu, cuñado ya de Goya, pinta un cuadro llamado “Toros en Carabanchel Alto” en el que se ve perfectamente la fachada de la antigua parroquia de San Pedro y un mozo está siendo corneado.
- ¿Y supone que Goya vino con él, con Bayeu, aquí? Podría ser. En 1775 ya estaba en Madrid, traído por Mengs, pintando cartones para tapices como un galeote.
- Exacto. ¿Y quien nos dice que no vino hasta esta finca cuando Campo-Alange ya había construido el palacete?
- ¿Por darse una vuelta?
- O por ver de nuevo los toros. El toro del aguardiente.
         Miré desde la torre hacia el Este, hacia donde queda la plaza de la Emperatriz, en la que Bayeu sitúa la acción del cuadro.
- No le niego que me gusta la idea. Aunque siento decirle que la torre de la iglesia fue derribada en 1776. 
- Ya, pero se sabe que Bayeu lo pintó de memoria –dijo sonriéndome –¿Y qué le parece si hablamos ahora de Ventura Rodríguez?
         Abajo, junto a la fuente de la rotonda de entrada estaba ese joven indocumentado que me persigue pidiéndome información que luego olvida. 
- Ahí le tiene–me dijo ese que veo a veces - ¿Le busca a usted?
- Que espere. Hábleme de don Ventura.
- La torre de la parroquia de San Pedro Apóstol –dijo consultando su papel –f ue derribada en 1776 porque amenazaba ruina y don Ventura fue llamado a emitir un dictamen sobre el proyecto de renovación. Don Ventura ya conocía Carabanchel Alto.
- Disculpe, pero estamos hablando de una década de diferencia. El palacio se concluyó en 1792.
- ¿Sabe quién fue el arquitecto? –me dijo con mucho alborozo.
- ¿No me diga que don Vent…?
- No. Don Ventura, no, aunque durante mucho tiempo se ha pensado eso,  sino Ramón Durán. Discípulo y colaborador de aquel.
         Esto ya me lo creí. Haciendo caso a ese que veo a veces, imaginé que los tres, Durán, don Ventura y el conde de Campo Alange entraban por la puerta de Joaquín Turina para ver cómo avanzaba la construcción del palacete.
- Calle de la Cañada, se llamaba entonces –dijo.
-¿Perdón?
- Joaquín Turina era la calle Cañada en esas fechas. Ya sabe que le adivino el pensamiento.
Desplegó su papel ante mis ojos. Leí la palabra “Larra” y ahí  sí que me mostré perplejo. Por completo.
- Disculpe - le dije entre aspavientos –pero para cuando Larra escribía esta finca había dejado de ser de los Campo Alange. Se vendió enseguida. Le recuerdo que…
- Mejor le recuerdo yo que Larra fue amigo de un Campo Alange, del V conde. Quien compró la finca y construyó el palacete fue el II.
- ¡Cierto! –casi grité –Larra escribió un artículo sobre el fallecimiento de su amigo en la batalla de Luchana. En 1836. Ahora ya me tiene usted liado. Quítese de la ventana, el joven indocumentado le va a ver.
- ¿Aún no sabe que sólo me ve usted, Quintín? –señaló hacia el Oeste con la cabeza - ¿Aún no sabe que el padre de Larra fue médico en el pueblo de Navalcarnero desde 1827? Está ahí mismo, siguiendo la carretera de Extremadura ¿Aún no sabe que Larra fue con Campo Alange a Badajoz en 1835? ¿Aún no puede soñar que el conde le trajese a conocer el palacio de su bisabuelo, o que Larra pasó por aquí al ir a visitar a sus padres en Navalcarnero? ¿Y que el Pobrecito Hablador, el Duende Satírico del Día, Andrés Niporesas, todos traído por Mariano José, tal vez entraron por esa puerta en un coche de caballos?
         No supe qué contestar. Yo miro planos, veo documentos, compruebo fechas. Pero también sé que el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona.
- Eso lo dijo Hölderlin, amigo Quintín. Ya sabe que sé lo que está pensando. Y tengo más cosas que contarle pero…
- Ya, lo sé. Esa es otra historia.
- No –dijo – Se lo contaré ahora mismo, pero en la otra torre.
         Cerré los ojos al reírme y desapareció. Noté algo raro en la torre Oeste. Estaba allí. Ese que veo a veces.
Quintín Noriega

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