PASEOS CON QUINTÍN NORIEGA

VI. Acabar por el principio.

- Le presento a mi amiga Ester, Quintín. Ha venido a hacerle una entrevista.
Me había extrañado que el joven zangolotino apareciese acompañado. Pensé que tal vez fuese su novia o una amiga de infancia porque tenían el mismo corte; como él, venía prolija de papeles, planos y otros cachivaches que necesitan los que no tienen memoria de las cosas. Aunque esos ojos profundos desmintieron de súbito mis primeras impresiones.
-Noriega. Quintín Noriega – le dije extendiendo la mano.
- Ester Colero. Encantada – apartó su mirada de la mía y creo que yo levanté una ceja. ¡Qué bromistas son a veces nuestros progenitores!
Estábamos en el aparcamiento y escuchábamos el rumor de los que vienen al colegio; los veía apresurados a través de los vanos de la arizónica; encima de nosotros, la algarabía de los vencejos abría las puertas al verano. Pero hacía fresco. Ester Colero llevaba rebequita y el pertinaz muchacho una chaqueta de hilo. Yo me había dejado la cazadora en el coche. Para variar.
-Quintín – dijo ella; él estaba consultando una guía de no sé qué cosa- me gustaría que me hablase de su primer día en el colegio.
- ¿Usted cree que yo me acuerdo de eso, señorita Colero?
- Bueno – carraspeó - todos tenemos una idea más o menos clara de nuestro primer día en la escuela.
- ¡Hágale caso, Quintín! Ester es una periodista de enorme talento y sabe lo que necesita de usted– anotó el joven trincapiñones.
- Temo recordarles, entonces, lo que dijo el gran Robert Capa“No basta con tener talento; además tienes que ser húngaro”  - contesté para su extrañeza - Lo normal es tener una idea más o menos confusa de aquel primer día. Yo lo asocio con las lilas y con el mes de junio, lo que es imposible.
- ¿Por? – preguntó el joven pseudobotánico.
- Las lilas suelen florecer en abril – anotó Ester Colero con precisión de conocedora.
- Ya ve. Toda la memoria es engañosa y, sin embargo, vivir es obstinarse en consumar un recuerdo – y el griterío de los vencejos sobre nosotros ensordecía.
- ¡Bécquer! – exclamó el joven filólogo señalando la nada con un dedo.
- René Char – dije mirando a esa nada - ¿Quiere que le hable de mis lilas de junio, Ester? – me hizo una seña con las cejas y no pude negarme.
Por aquel mismo lugar, una tarde remota crucé con mi madre. Nuestro destino era encontrarnos con el director del colegio de los Marianistas, a la sazón don Jesús Fernández Moral, con el objeto de que me examinase para el ingreso al centro.
- ¡Examen de ingreso! ¡Por favor! ¡Ni en la Edad Media! – dijo alborotado el pipiolo.
- La Edad Media no. Era sólo el año 63 – dije a Ester Colero que me miraba con filial ternura
Recuerdo que todo esto que vemos ahora, el aparcamiento, el talud que baja hasta la valla de la finca del conde de Campo-Alange era una selva de lilos.  No sé cómo entramos, ni si alguien nos franqueó el paso; pero todo esto era una jungla de lilos como jamás he vuelto a ver, ni oler.
- Si investiga usted, joven, en la botánica de este lugar podrá comprobar que por allí y por allí aún quedan magros representantes de aquella feracidad – y ese saltabardales sacó su cuaderno de notas y escribió qué sé yo qué con la vehemencia del que proclama sus últimas voluntades.
Ester Colero le miró con la aprensión de quien tiene un amigo querido pero tonto y me dirigió sus pestañas enormes.
- ¿Llegó a hablar con el director, Quintín?
-Claro. No había otro modo de entrar aquí a estudiar que pasar aquel fielato. Imagino que me preguntaría algo de aritmética, geografía y el catecismo. Pero nos sabíamos el catecismo como si lo hubiésemos inventado nosotros.
- Interesantísimo. Las virtudes teologales, las potencias del alma…¿Dónde me dijo que aún quedaban lilos de aquellos? – esperaba con lápiz en ristre.
-¿Recuerda la entrevista? – Ester Colero no tomaba notas; pero todo cuanto yo decía se quedaba colgado de su sonrisa de joven erudita.
- En absoluto. Pero estuve en una habitación que tenía en el techo una moldura de angelotes y otros seres etéreos. O eso creo. En septiembre empecé con don Pablo Camarero. Tercero Elemental lo llamaban entonces.
- Y claro, usted que se acuerda de todo, de ese día no se acuerda…. – el joven atolondrado me miró como apiadándose de las lagunas de mi memoria propias de la edad la condición.
- No me acuerdo, joven. Para qué le voy a engañar.
No sé si se lo conté a él o a los dos o sólo a Ester Colero que de vez en cuando se apartaba el flequillo del ojo izquierdo con un expeditivo y encantador golpe de cabeza. Cuando entré aquí con mi madre en aquel confuso mes del año 63, las lilas, el campo de fútbol de tierra a la izquierda, la capilla del edificio de Moya al fondo, sentí que entraba en un lugar ordenado, que algo o alguien hacía que todo cuanto veía tuviese sentido. A mis siete años yo no podía enunciar eso con palabras, pero sentí, cuando caminaba entre lilas, que todo aquello que veía estaba pensado para mejorar el mundo del que veníamos. Percibí que alguien velaba por nosotros, los niños asilvestrados de Carabanchel Alto.
- ¡Qué bien queda todo cuando lo cuenta usted! ¡Parece incluso verdad!
- Ya sabe, joven amigo, que la diferencia entre la realidad y la ficción está en que ésta tiene que ser creíble.
- ¡René Char! – dijo él.
- Mark Twain- contestó ella con aquella voz como de campana joven, de campana nueva.
Saliendo de las puertas de este recinto, creo que les dije, por esta calle de Gómez de Arteche, antes de la Labradora, el barrio de Carabanchel Alto eran casas de planta baja y tejado a dos aguas diseminadas sobre solares que antes fueron labrantíos y que se habían parcelado y vendido para acoger al golpe de la emigración que  comenzaba a caer sobre los extrarradios de Madrid. Barro, baches, polvo, manadas de perros cimarrones, rebaños de ovejas a veces, hierbajos, caos, duelos a pedradas. Pero tras las tapias de la finca Larrinaga estaba lo que había sido pensado para redimirnos del salvajismo: la instrucción y el espacio organizado. Un lugar en el que las tareas estaban regidas por la obligación de ser mejores, de ser civilizados.
- ¡Qué bien habla , Quintín! De mayor quiero ser como usted – ese calvatrueno estaba consiguiendo enervarme pero me sujetó el verbo cálido de la simpar Ester Colero.
- Y  a pesar de eso no ha quedado demostrado que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible. Lo que Quintín calla es mejor que lo que dice, porque lo  que no cuenta es el sentimiento de enorme gratitud  que le estremece desde entonces.
- ¿Eso es de Mark Twain? – le preguntó, inquisitivo, el joven a la doncella.
- Antonin Artaud – remaché.
Ester Colero se acercó a mí y me besó en una mejilla como quien besa a un primo lejano al que no va  a ver jamás.
-Tengo suficiente, Quintín. No le molestamos más. Gracias – y tiró de la manga del joven barbián que aún se volvía con no sé qué asunto de lilos.
Les vi alejarse hacia la puerta de Joaquín Turina. Me quedé viendo cómo mi madre me llevaba de la mano, entre lilos, un improbable mes de junio. Yo iba repeinado con colonia y llevaba unos pantalones cortos y una camisa a juego, azules ambos, que mi madre me había hecho. Porque en aquellos años se daba mucho que las madres nos hiciesen la ropa a los niños. Sentí, entonces, que el pasado late en mi como un segundo corazón. 
Quintín Noriega

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